cuervo

El maletín era en realidad pura facha. Dentro de él guardaba no más que un cuaderno de tapas violetas y un par de bolígrafos porque los que solía usar, los más baratos, lo dejaban a pie en el momento en que se disponía a acometer el párrafo más feliz de un escrito. Todo era una farsa, él bien lo sabía, pero eso no obstaba a que cada vez que redactara una demanda se desangrase en adjetivos que dotaban a la pieza de un dramatismo que movía menos a la convicción que a la risa. Ventajas, que le llaman, de tomarse la vida de los demás en solfa, en particular los dolores ajenos, nadie debiera tiritar cuando se menciona la palabra tribunal, nadie debiera ser abogado si la justicia se impusiera por su propio peso. Volvía a sonreír y un café se entristecía de cara a su soslayo.
No es casual la omisión del resto de los elementos que poblaban el maletín. Muchos de ellos sonrojarían a un letrado sin su escrúpulo: medias de mujer (de por lo menos tres mujeres diferentes, un cenicero robado en ese mismo bar, el billete de cien soles que le servía de amuleto, una foto de Al Pacino en la película El abogado del diablo.
-Julieta!, -llamaba con alguna violencia a la camarera-, ¿me calentás esto?. La flaca sonreía de sus torpes intentos de seducción. El, sin embargo, se creía un ganador, aún en esos detalles repetidos.
Cerró el cuaderno satisfecho con la última frase que escribió. Era una tontería: en próximas vidas seré cualquier cosa pero no cuervo. Cuando Julieta regresó con el café recalentado se detuvo en sus ojos y pensó que buena hora para arrepentirse de la anotación. En fin, siempre es igual, vivir para ser infeliz, escribir para arrepentirse, juntar valor para salir corriendo.
Yo quería un amor king size aunque la cama de una plaza no fuera lo confortable que se supone que debe ser el lecho del amor. A ella un poco le asustó esa idea, sin embargo cuando desempacó sus cosas y me echó las manos sobre los hombros supe que era la mujer más bella que podía depararme la vida. Abrió levemente la boca, como si supiera de otra vida que me enloquece la perfección de los dientes y dijo ya estamos acá, pensaste que no me atrevería, nene, sí, ha de ser eso lo que te ha dejado la piel de gallina y temblando y acto seguido nos embarcamos en un naufragio, qué otra cosa podía esperarse de mí. Voy donde me lleves, ese es el lugar en el que quiero estar, cartas escritas a medias, fideos comidos de un mismo plato, poca frazada para tanto invierno y más abrazos, todo lo demás puro artificio para recordarme culpable de todo cuanto me rodea.

bifurcación

Con sólo dar ese sencillo paso el concepto de la sociabilidad se desplomaría sobre los hombros obligando a la defensa de una cierta hombría malentendida. Habría que hablar, resguardarse de los ojos vidriosos con alguna estratagema subalterna, clavar la mirada en la campana sanguchera.
Tal vez no fuera demasiado complejo. Los muchachos solían ser respetuosos de un código no escrito y nadie se atrevería a romper el silencio de la campana sanguchera. Eso.
Era sólo un instante de duda. A quién no le pasa. El temor de ser el primero en llegar, el compromiso de incurrir en cortesías vacías y que por un resquicio, por un ojal del saco, quedara al descubierto la desnudez de un hombre en puja consigo mismo, sometido al tormento de ver como el proyecto en el que ha gastado su vida toda le sirve de casi nada ante la elocuencia del alarido de un recién nacido. Esas cosas.
Antes de irse el chivo había dejado saludos para mi viejo, qué cómo está, que mejor que no se haga el artista porque a esta edad, viste, los huesos son blandos.
Sí, qué se yo, o quizá el alma ya está presta a escaparse y se ha hecho de una ruda corteza que por contraste deja en evidencia que el cuerpo apenas si es un poco más duro que el de un gusano, y llega el momento en que uno ya está un poco cansado de arrastrarse y se sacude de envidia añorando el efímero vuelo de la mariposa rica, cuantimenos de ese otro punto de vista, sesgado también, quién lo duda, pero la bronca viene por otro lado, más bien por la frustración que te da saber que no podés aspirar ni a la síntesis, al pecado hegeliano.
-Sí, no sabés las veces que le digo que se cuide, pero donde me descuido llego a casa y lo veo con la pata metido en un balde de hielo porque le da por hacerse el Tarzán y salta desde dos metros. Nada de otro mundo, una torcedura, pero en la cara le adivino que el golpe le ha sacado de lugar hasta la dentadura.
-Eso es. Uno siempre cree que tiene veinte años y que las minas lo miran porque están calientes, pero hay un punto de la vida, no me preguntes cuál, en que se empieza a dar un poco de lástima, y si algo bueno puede verse en uno, la gente normal lo ve como cosa de marcianos. Mirá, se toma un litro de vino en la comida, o manejó seiscientos kilómetros en el Falcon. A mí me da por pensar que en algún chispazo tenés 20 años y ése es el que tenés que agarrar.
Le doy un beso y una palmada de despedida. Por la ventana me pareció que andaban las piernas bailarinas de Julieta y pensé que después de todo no tenía demasiado asunto seguir dando demasiadas vueltas para postergar lo que ya estaba decidido.

nacer

Un día de esos que cae encima de uno como una topadora y entones uno se borra de los lugares que suele frecuentar con la antelación suficiente para que nadie lo eche en menos pero en un día de notificaciones cómo hacer para montar una excusa sólida para ausentarme de esa reunión. En eso pensaba cuando me encontré parando el taxi del Chivo Saez, amigo como pocos, bah, no tanto, conocido de mi viejo durante los años dorados y dueño de un poroto en su currículum vitae que nadie envidia pero yo valoro desmedidamente: él fue quien cargó en la calle a mi madre parturienta bajo las llamas del sol serrano el día en que nací y eso bastaba para fundar un vínculo inexplicable, de esos que no se trazan en palabras sino en gestos, y para gestos ya no habría ninguno que superase aquél. O al menos eso pensaba yo mientras le estrechaba la diestra y dejaba caer las palabras de rigor:
-Qué calor, la putísima madre que lo parió.
-Ha de ser la presión atmosférica, chivo querido. Según tengo entendido cuando baja la presión el aire se pone pesado y nosotros actuamos como energúmenos.
-Jorgito querido, vos sabés que yo no creo en esas cosas. Te lo dice un energúmeno ajeno a las circunstancias atmosféricas. ¿Dónde vas?
-Al café Tribunales.
-Acá a la vuelta... Bueno, esperá un poquito y charlamos a la sombra y después vamos.
-No seas gil, venite con los muchachos, se pone bueno, te cagás de risa y de paso nos comemos el mejor churrasco del condado.
-Esto te lo quiero contar sólo a vos, así que te agradezco mucho. A lo mejor otro día.
Por el tonito adiviné que estaría por pedirme guita prestada o algo así. No solíamos charlar demasiado. Treinta años nos separaban y sólo las corbatas nos juntaban. Ese era su toque de distinción entre la polvadera. En mi caso no, yo me he vuelto un yuppie hecho y derecho y si no ando en auto es porque acá queda todo cerca y además tengo miedo de que si dejo de caminar el culo me quede de tamaño familiar.
-Sí, decime.
-No sabés la que me pasó. Me apareció una hija.
-Sí?, chiquita?. Acá?
-No, nada que ver. En Punta Alta. Viajé hace cosa de dos meses. Toda la vida habían estado buscándome con su mamá. Fue un fato de esos que pintan en los ratos de aburrimiento y la carne es débil y qué iba a pensar yo que pasaría de ahí.
El Chivo vivía solo desde hacía muchos años. Con veintipico de años de casado su mujer se había cansado de sus amigos y de la timba así que hizo la valija y lo dejo en pelotas. No tenía a nadie y se la pasaba laburando. No creo que lo apurara la necesidad de guita tanto como charlar con la gente, parecer ocupado.
-La piba tiene tu edad. Vieras lo hermosa que es. Una cosita hermosa, chiquitita y el pelito se le vuelve sobre la cara...
...como si el pelo tuviera alguna envidia de la belleza de la cara pensé yo mientras desenfundaba el tabaco y le ofrecía.
-A mi edad, padre de nuevo, no tenés idea de cómo me siento.
Claro que yo no tenía ni la menor idea pero le veía el brillo en los ojos, la emoción con que me lo contaba justo a mí, que era casi como un hijo para él.
Casi le digo que no me llevé nada al café. Tenía ganas de comprarle una flor a Grichi y emprender la búsqueda desde ese mismo momento.